Lucila Montero. Publicada en la revista Ensentidofigurado (México Feb 2024)

     

 

      Lucila Montero era una anciana que vivía sola y como toda mujer mayor que se precie, tenía un gato, Ramiro, un persa de sedosa piel gris perla e hipnóticos ojos verdes. Si hubiera sido hombre, habría sido un galán que enfervorizaría a las mujeres y dominaría a los hombres.

      Al principio sólo estuvo Ramiro, pero luego vinieron muchos más y Lucila, con su gran corazón, a todos acogió. Les daba comida, les acariciaba el suave lomo, les cepillaba el pelo, y los sábados por la noche, se sentaba a escucharles, pero a escucharles de verdad, porque Lucila tenía un don, entendía el lenguaje gatuno como si fuera humano. 

     Y escuchándolos se fue enterando de todas las verdades y las mentiras de la ciudad. Un día decidió que tenía que hacer algo bueno con toda aquella morralla, para así mejorar el mundo, por lo que empezó a tomar notas en tarjetas de muchos colores que fue clasificando cuidadosamente según la persona a la que atañían. Al mismo tiempo se compró un  archivador de oficina con muchos cajones y compartimentos que fue ordenando con esmero y con un sistema que sólo ella podía entender. ¡Para algo tenían que valerle sus cuarenta años de bibliotecaria! Cuando tuvo suficiente información empezó a extorsionar a todos aquellos que habían cometido algún delito e inmediatamente donaba el dinero a ONGs. Aquellos malvados, una vez superados los primeros momentos de sorpresa al ver que aquella anciana con cara de abuela de cuento infantil les estaba chantajeando, intentaron tomar represalias, pero ella lo tenía todo muy bien pensado, ¡Sus gatos serían sus guardaespaldas! Así que con su rauda máquina de coser, les diseñó a todos una gabardina y les compró un sombrero al más puro estilo de los gángsters de los años veinte y todos los días, se les podía ver pasear por la casa de Lucila no dejándola sola ni un instante. Cuando mirabas a las ventanas de la casa cada noche, podías ver a una anciana de inmaculado pelo blanco y toquilla, haciendo punto junto a su chimenea o amasando una tarta de cerezas en la cocina, rodeada por un montón de gatos que se movían sin tregua alrededor de ella, con pistola en una cartuchera y un cigarro en la boca. ¡Era una imagen que parecía sacada del infierno! Pero una visión muy eficiente porque ni el más sangriento de los facinerosos de la ciudad se atrevió nunca a acercarse por allí.



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